Domingo XXVII del Tiempo Ordinario B
Este evangelio nos invita a reflexionar profundamente sobre la naturaleza del amor y la relación entre el hombre y la mujer según el plan de Dios. Jesús, al responder a los fariseos, nos devuelve a los orígenes, a la creación misma, recordando que el matrimonio es una vocación sagrada en la que dos personas se unen para ser «una sola carne». No es solo una unión física, sino una comunión espiritual que refleja la fidelidad y el amor de Dios por su pueblo. La indisolubilidad del matrimonio no es una carga, sino un llamado a vivir el amor en toda su plenitud, confiando en que el verdadero amor requiere entrega y sacrificio, pero también trae consigo la alegría de la unión profunda y duradera. Jesús nos invita a mirar el matrimonio no con los ojos de la ley, sino con los ojos del corazón, descubriendo en él una fuente de vida y bendición.
La segunda escena del evangelio, en la que Jesús acoge a los niños, nos muestra el rostro misericordioso y acogedor de Dios. Los niños representan la sencillez, la pureza y la confianza plena, características que Jesús resalta como esenciales para entrar en el Reino de Dios. Nos invita a acercarnos a Él con corazones humildes, abiertos y confiados, como los niños que corren hacia sus brazos. Este pasaje nos recuerda que, para experimentar verdaderamente el amor y la gracia de Dios, debemos despojarnos de nuestras barreras, de la autosuficiencia y del orgullo, y adoptar una actitud de confianza total. Solo con un corazón sencillo, abierto y dispuesto a recibir el amor divino podemos abrazar plenamente el Reino de Dios en nuestra vida.