Domingo XXXI del Tiempo Ordinario B
Este Evangelio nos recuerda que el amor es el centro de la vida cristiana, y Jesús lo sintetiza en dos mandamientos inseparables: amar a Dios con toda el alma, el corazón y las fuerzas, y amar al prójimo como a uno mismo. Cuando el escriba, un experto en la Ley, escucha esta respuesta, queda impresionado, no porque sea una novedad en sí, sino porque Jesús coloca estos dos mandamientos en igualdad de importancia y en una relación indisoluble. Amar a Dios y amar al prójimo no son actos separados, sino que juntos conforman la esencia de una vida verdaderamente cristiana. Jesús, con su vida y sus palabras, nos enseña que este amor no se reduce a palabras o a sacrificios externos, sino que implica una conversión profunda del corazón. Este mensaje, que escuchamos desde pequeños, es siempre un reto porque nos exige una coherencia entre lo que decimos y lo que hacemos, y nos impulsa a vivir cada día con sinceridad y autenticidad.
El mensaje de Jesús también nos interpela sobre cómo vivimos nuestro amor en lo cotidiano. El amor a Dios y al prójimo es algo práctico, tangible, y se concreta en gestos, palabras y en la forma en que tratamos a quienes nos rodean, especialmente a los más necesitados. Como cristianos, somos llamados a ser instrumentos de este amor y a vivirlo con paciencia, sin caer en una rutina superficial o en acciones que no reflejen una verdadera conversión interior. La Eucaristía y el Espíritu Santo son nuestros medios para sostenernos en este camino, fortaleciendo nuestra fe y dándonos el impulso para crecer en madurez espiritual. Así, como seguidores de Jesús, estamos invitados a seguir su ejemplo con humildad, constancia y entrega, buscando hacer del amor una verdadera unidad entre Dios y los hermanos.