Domingo II después de Navidad
En este segundo domingo después de Navidad, la liturgia nos recuerda una verdad fundamental: somos hijos de Dios. Esa filiación divina no es solo un título o una idea abstracta, sino una realidad que define nuestra identidad y nuestra relación con Él y con los demás. El hecho de ser hijos de Dios nos llena de gratitud, porque sabemos que Él nos mira con un amor incondicional y nos invita a vivir como miembros de su familia. Este es el regalo que nos hace la Encarnación: a través de Jesús, Dios nos ofrece una nueva manera de vernos a nosotros mismos y de entender el mundo que nos rodea.
Esta filiación no solo nos conecta con Dios, sino que también da forma a nuestra relación con los demás. Al sabernos hijos del mismo Padre, nos llama a vivir en fraternidad, en paz y en respeto mutuo. Nuestra paz y serenidad no provienen de las circunstancias externas, sino de esa profunda certeza de que somos amados por Dios. Vivir desde esta identidad nos ayuda a afrontar las dificultades con esperanza y a mantener el corazón tranquilo, sabiendo que, como hijos amados, siempre estamos en sus manos.