Domingo VI de Pascua A
Tras la muerte de Esteban en Jerusalén, los cristianos se dispersan, salen de la ciudad llevando consigo un precioso don, el mensaje de Jesús, que transmiten con tanta alegría, como sencillez. Porque ellos, son gente sencilla, pobres anunciadores ambulantes de un crucificado que vive. Se llaman Felipe, Mateo, Pedro, Juan, Santiago, Andrés, y muchos de ellos han sido pescadores. No son sabios, ni especialistas, sino creyentes convencidos en la novedad del mensaje del Maestro. Tampoco son poderosos, ni ricos, sino hombres y mujeres fieles a una misión que les ha sido encomendada y que constituye toda su riqueza. No ofrecen dinero, ni fama, sino el nombre de Jesús y la esperanza en él como Mesías y Señor. Y esto lo hacen con decisión y con ganas, empujados como por una fuerza especial que llevaban dentro. Cuando llegaban a alguna ciudad, esta se llenaba de alegría al ver lo que hacían y por el mensaje que les estaban transmitiendo.
Es llamativa esta capacidad para transmitir el don de Dios. Demos un salto de dos mil años y situémonos en nuestro tiempo. Nosotros somos los continuadores de esos primeros que creyeron, es verdad que la situación es completamente distinta, pero lo que no ha cambiado es que el evangelio también necesita hoy testigos parecidos a aquellos: capaces de llenar los corazones de alegría, capaces de hacer sencillos pero profundos gestos de amor, capaces de dar razón de nuestra esperanza. Capaces de sentir con la gente de nuestro tiempo, capaces de adaptarnos a las nuevas realidades, pero sin caer en ese estilo de vida tan seductor y ajeno a las convicciones cristianas. Estilo de vida que ha logrado que las personas hagamos del bienestar nuestra ética, del consumo nuestro religión y del individualismo nuestra conciencia. Los cristianos también nos sentimos seducidos por ese estilo de vida, tentados a abandonar nuestras verdades más profundas, a considerarlas como algo desfasado e inútil, olvidando que hay algo mas allá que el tener cuanto más mejor, olvidando que existe gente que necesita de nosotros, olvidando que hay un Dios que nos quiere y que nos cuida y que nos invita a querer y cuidar a los que tenemos cerca.
La promesa de Jesús de no dejarnos solos, que ya se nos anunciaba el domingo pasado, es la clave de nuestra esperanza, y la energía para seguir trabajando por una sociedad más justa y fraterna. El empuje de los primeros cristianos nos anima hoy a intentar hacer nosotros los mismo, y a llevar ese testimonio a los ambientes donde vivimos. Jesús les promete a los suyos la llegada del Espíritu, ese Espíritu los transformará totalmente, les cambiará el corazón, y los convertirá en hombres y mujeres nuevos. Una vez que terminemos el tiempo de Pascua, nosotros también nos prepararemos para celebrar el tiempo del Espíritu, con la celebración del día de Pentecostés, ojalá ese espíritu nos cambie y nos transforme también a nosotros.